jueves, 29 de mayo de 2014

Una inusual tormenta de nieve




A Agustina G.



Eloísa miraba por la ventana mientras reposaba con las rodillas flexionadas en el sillón de lectura. Su rostro inmutable, reflejaba un sinfín de pensamientos entrelazados que atosigaban su alma. Sin embargo, el blanco paisaje le brindaba un momento de ocio a su cabeza y su corazón que latía al unísono de las diástoles y sístoles que el viento producía al golpear el vidrio de la ventana.
Mientras tanto, Jeremías desplegaba su improvisación culinaria en la habitación contigua de la cabaña. Revolvía a cada rato el risotto de camarones. Observaba la mesa, para ver si faltaba algún detalle que evitara una velada perfecta. Cada tanto, observaba por el arco de la puerta a Eloísa, allí sentada, aburrida, contemplando un paisaje monocromático. Sonrió al presagiar los hechos posteriores. Aquella cena la quitaría de ese estado somnoliento en el cual se sumergió ante la inesperada tormenta de nieve. Eran sus vacaciones y, como buen hombre galante, no iba a permitir que sean estropeadas por factores climáticos. Preparó los platos, encendió las velas y las colocó estratégicamente para que la luz tenue dé protagonismo al lugar donde ella se sentaría, simplemente para observar y sentirse orgulloso de cómo aquel rostro estático se transformaría en un rostro dinámico lleno de goce. Solo una sonrisa bastaba para que el arduo trabajo en la cocina de frutos.
La llamo, intentando mostrar la mayor serenidad posible y ocultando su agitación ante gallarda proeza. Eloísa, atravesó la sala arrastrando los pies y la mirada. Al verse envuelta en una escena de película romántica, sonrió y se sentó esperando ser atendida con la dedicación de su enamorado. Contempló todo a su alrededor con la mirada, la sonrisa y el tacto. Desde el mantel, hasta el candelabro, desde la comida humeante, hasta las copas. Jeremías, se sentía dichoso, comprendía que este paso era el primero de una seguidilla de gestos que le permitan volver a enamorar a la mujer que hacía siete años dormía a su lado. Al fin y al cabo ese era el propósito de las extravagantes vacaciones en medio de una montaña. Era consiente que los últimos meses en la ciudad, con el trajín rutinario y caótico, la relación pendía de un crin de caballo como la espada de Damocles. Que el cansancio y las responsabilidades económicas y laborales, los alejaban día a día. Que el sexo se había tornado frio y metódico, sin sorpresa alguna. Que le dedicaban más tiempo a ganar peleas, humillar al otro, echar en cara gestos, como si los actos debieran ser remunerados constantemente. Todo eso debía acabar. Era momento de volver a las raíces de la relación. Volver a aquellas conversaciones triviales plagadas de humor y  galanteo, al piropo emergente que ocupa un silencio, a la mirada abierta, a la sonrisa sincera, al sexo apasionado, a las proyecciones oníricas compartidas, al delimitar el mundo en el pequeño espacio que ocupaban desconectándose de cualquier estímulo externo efímero y obsoleto.
Ante la contemplación de ella, Jeremías utilizó el destapador para abrir el vino blanco, y con su torpeza característica, derramó la mitad del contenido sobre Eloísa quien, en un acto reflejo, al caer de la silla intentando esquivar el vino, sostuvo el mantel, tirando la vajilla al suelo. En ese mismo instante en el cual, las vibraciones ocasionadas, hicieron que en lo alto de la montaña, una partícula de nieve comience a mecerse, y contemple el abismo. Jeremías, ante el nerviosismo, reaccionó del único modo que lo hacía ante cualquier evento no esperado y comenzó a reír. Eloísa, dolorida, se levantó enojada y gritando hizo alusión a que podría haberse lastimado, remarcando y condenando la falta de atención y la actitud infantil de quien toma todo a chiste, abriendo una disputa y enumerando miles de ejemplos similares en los cuales, Jeremías, había tomado ese tipo de actitud a lo largo de la relación. Todo este griterío, generó que, en las cumbres, aquella partícula comience a caer. Jeremías,  fastidioso por la falta de consideración y por una culpa que calcinaba su alma al haber arruinado su propia velada, comenzó a remarcarle a Eloísa el egoísmo con el cual se manejaba en ese momento y en otros de la relación, mientras golpeaba la mesa, generando de manera inconsciente que a aquella partícula de nieve que caía, se le unieran otras, descendiendo en conjunto por el abismo.

Sin ser capaces de aceptar sus errores, y destruyéndose el uno al otro, Jeremías y Eloísa comenzaron a relucir eventos pasados, sentimientos oscuros y rencorosos, aparentemente olvidados, que sepultaban toda esperanza y recuerdo bello, haciendo que aquella ventana que latía débilmente y sin ritmo alguno, se destruya en mil pedazos, envestida por un alud que inundaba cada rincón de la cabaña la cual desaparecía  de modo repentino y violento en una inusual tormenta de nieve. 


5 Laberintos Intangibles: Una inusual tormenta de nieve A Agustina G. Eloísa miraba por la ventana mientras reposaba con las rodillas flexionadas en el sillón de lectura. Su rostr...

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