A Agustina G.
Eloísa miraba por la ventana mientras
reposaba con las rodillas flexionadas en el sillón de lectura. Su rostro
inmutable, reflejaba un sinfín de pensamientos entrelazados que atosigaban su
alma. Sin embargo, el blanco paisaje le brindaba un momento de ocio a su cabeza
y su corazón que latía al unísono de las diástoles y sístoles que el viento
producía al golpear el vidrio de la ventana.
Mientras tanto, Jeremías desplegaba su
improvisación culinaria en la habitación contigua de la cabaña. Revolvía a cada
rato el risotto de camarones. Observaba la mesa, para ver si faltaba algún
detalle que evitara una velada perfecta. Cada tanto, observaba por el arco de
la puerta a Eloísa, allí sentada, aburrida, contemplando un paisaje
monocromático. Sonrió al presagiar los hechos posteriores. Aquella cena la
quitaría de ese estado somnoliento en el cual se sumergió ante la inesperada
tormenta de nieve. Eran sus vacaciones y, como buen hombre galante, no iba a
permitir que sean estropeadas por factores climáticos. Preparó los platos,
encendió las velas y las colocó estratégicamente para que la luz tenue dé
protagonismo al lugar donde ella se sentaría, simplemente para observar y
sentirse orgulloso de cómo aquel rostro estático se transformaría en un rostro
dinámico lleno de goce. Solo una sonrisa bastaba para que el arduo trabajo en
la cocina de frutos.
La llamo, intentando mostrar la mayor
serenidad posible y ocultando su agitación ante gallarda proeza. Eloísa,
atravesó la sala arrastrando los pies y la mirada. Al verse envuelta en una
escena de película romántica, sonrió y se sentó esperando ser atendida con la
dedicación de su enamorado. Contempló todo a su alrededor con la mirada, la
sonrisa y el tacto. Desde el mantel, hasta el candelabro, desde la comida
humeante, hasta las copas. Jeremías, se sentía dichoso, comprendía que este
paso era el primero de una seguidilla de gestos que le permitan volver a
enamorar a la mujer que hacía siete años dormía a su lado. Al fin y al cabo ese
era el propósito de las extravagantes vacaciones en medio de una montaña. Era
consiente que los últimos meses en la ciudad, con el trajín rutinario y
caótico, la relación pendía de un crin de caballo como la espada de Damocles.
Que el cansancio y las responsabilidades económicas y laborales, los alejaban
día a día. Que el sexo se había tornado frio y metódico, sin sorpresa alguna.
Que le dedicaban más tiempo a ganar peleas, humillar al otro, echar en cara
gestos, como si los actos debieran ser remunerados constantemente. Todo eso
debía acabar. Era momento de volver a las raíces de la relación. Volver a
aquellas conversaciones triviales plagadas de humor y galanteo, al piropo emergente que ocupa un
silencio, a la mirada abierta, a la sonrisa sincera, al sexo apasionado, a las
proyecciones oníricas compartidas, al delimitar el mundo en el pequeño espacio
que ocupaban desconectándose de cualquier estímulo externo efímero y obsoleto.
Ante la contemplación de ella, Jeremías
utilizó el destapador para abrir el vino blanco, y con su torpeza
característica, derramó la mitad del contenido sobre Eloísa quien, en un acto
reflejo, al caer de la silla intentando esquivar el vino, sostuvo el mantel,
tirando la vajilla al suelo. En ese mismo
instante en el cual, las vibraciones ocasionadas, hicieron que en lo alto de la
montaña, una partícula de nieve comience a mecerse, y contemple el abismo.
Jeremías, ante el nerviosismo, reaccionó del único modo que lo hacía ante
cualquier evento no esperado y comenzó a reír. Eloísa, dolorida, se levantó
enojada y gritando hizo alusión a que podría haberse lastimado, remarcando y
condenando la falta de atención y la actitud infantil de quien toma todo a
chiste, abriendo una disputa y enumerando miles de ejemplos similares en los
cuales, Jeremías, había tomado ese tipo de actitud a lo largo de la relación. Todo este griterío, generó que, en las
cumbres, aquella partícula comience a caer. Jeremías, fastidioso por la falta de consideración y
por una culpa que calcinaba su alma al haber arruinado su propia velada,
comenzó a remarcarle a Eloísa el egoísmo con el cual se manejaba en ese momento
y en otros de la relación, mientras golpeaba la mesa, generando de manera inconsciente que a aquella partícula de nieve que
caía, se le unieran otras, descendiendo en conjunto por el abismo.
Sin ser capaces de aceptar sus errores, y
destruyéndose el uno al otro, Jeremías y Eloísa comenzaron a relucir eventos
pasados, sentimientos oscuros y rencorosos, aparentemente olvidados, que
sepultaban toda esperanza y recuerdo bello, haciendo que aquella ventana que
latía débilmente y sin ritmo alguno, se destruya en mil pedazos, envestida por
un alud que inundaba cada rincón de la cabaña la cual desaparecía de modo repentino y violento en una inusual
tormenta de nieve.
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