Susana estaba contenta, había terminado de
limpiar el living en un tiempo record y se dio el lujo de ordenar el estante de
recuerdos de todas las vacaciones familiares que tuvieron. Los catalogó por
continente y, al tocarlos, le llegaba a su mente el momento maravilloso en el
cual los compraba. Es así que la vasijita de barro de Machu Picchu, la réplica a escala de la pirámide Maya y el
encendedor con el clásico “I love NY” formaban un conjunto, mientras que los
pequeños colectivos rojos de Londres, el cenicero de la Torre Eiffel y el
pequeño gladiador romano, formaban el otro. Satisfecha y fatigada del viaje
imaginario, miró el reloj y se propuso a disfrutar el tiempo que restaba hasta
la llegada del marido del trabajo y de los niños del colegio. Puso las rodajas
de pan lactal en la tostadora, lleno la pava eléctrica y la activó. La idea era
tomar algunos mates, comer tostadas, mirar algo de televisión y charlar con sus
amigas por mensajes de celular.
Se darán cuenta que Susana era un ser
bastante básico. Sin un gramo de maldad, es cierto. Pero básica en fin. Su máxima ambición era ser la persona idónea
en la logística y la planificación familiar, y realmente le ponía empeño a ello.
No había un día que no le prepare el desayuno a su marido antes de irse a
trabajar, no había un día que el living no reluciera, no existía un fin de
semana que no proponga pasear y distenderse todos juntos. Era realmente
efectiva y obsesiva. El mundo en el cual ella desea vivir era simétrico y, el exterior,
la confundía y le causaba cierto miedo. Sabía de la existencia de gente con
hambre, que la inseguridad es un estado latente, que los precios aumentaban,
que el transporte público funcionaba mal y que el dólar subía y subía. Pero
todo aquello le resultaba caótico, y no encontraba una lógica inmediata a la
situación. Ella prefería alejarse. No dar ninguna opinión, no fanatizarse con
nada, ni difamar a nadie. Ella permanecía en silencio, en la seguridad del
encierro voluntario de la baldosa que
pisaba. Claro que de todos modos se mantenía informada. Cuando se juntaba con
sus amigas no solo hablaban del último escándalo farandulero, tarde o temprano se debatía alguna
medida del gobierno, del pronóstico del tiempo o algún evento cultural o
deportivo. La forma de conectarse con el mundo era dejar de mirar la baldosa
cuadrada y enfrentarse y nutrirse de otro cuadrado: la televisión; que,
normalmente, funcionaba de radio, pero que ese día podía prestar atención ya
que no quedaba quehacer alguno.
Miró el noticiero y se puso en contacto con
aquel mundo caótico e incomprensible: un choque en Panamericana, el nacimiento de cuatrillizos en el interior,
la demora de los trenes, un paro docente e inseguridad. Mucha inseguridad. Por
todos los rincones de la ciudad. De Puerto Madero a Liniers, de Núñez a Villa
Riachuelo. No solo robaban, sino que descargaban violencia sobre las víctimas, en
ocasiones, hasta llegar a la muerte. Algunos caminaban por la calle, otros
esperaban en la puerta de los cajeros, otros se movían en motos, otros irrumpían
en las casas. ¿Cómo podía asimilar o explicar una situación así? ¿Qué cosas, o
eventos, vivió esta persona como para que su conciencia no haya asimilado que
un comportamiento delictivo no solo es ilegal, sino que también inmoral? El
mundo era realmente peligroso, confuso y terrorífico. Intentó ponerse en los
zapatos del delincuente, pensó en la primera vez que robó. Seguramente un robo
menor. Seguramente sintió culpa, sabía que estaba atentando contra una persona,
pero al ver un sistema permisivo donde las autoridades son corruptas, la
sociedad no se compromete y la justicia no determina satisfactoriamente una
condena, le permitió repetir el delito la cantidad de veces suficiente, hasta que
la aceptación tomó este acto como algo natural y no culposo. El mismo sistema
permitía que el delincuente tome esta acción como un trabajo más, así como
permitía la herejía del ateísmo y la homosexualidad como algo natural. Sin
duda, su formación cuadrada, simétrica y unilateral no le permitía ver a
aquellas personas como víctimas de un mundo caótico, sino como oportunistas de
las hendijas donde la maquinaria presentaba algunos puntos ciegos.
Susana se estremeció y saltó de su sillón al
escuchar un golpe en la pared que tenía a sus espaldas. Sonrió e intentó
tranquilizarse. Sin duda el vecino estaba moviendo algún mueble. Apoyó débilmente
la mano sobre su pecho y lentamente se acercó a la pared para volver a sentarse
y en ese momento fue cuando escuchó un segundo golpe. La sangre se le heló.
Apagó el televisor y apoyó su oreja contra la pared, aquel inmenso cuadrilátero
blanco. No escuchaba nada hasta que, de un momento a otro, los golpes empezaron
a ser constantes y más intensos. El miedo la empujó hacia atrás haciéndola caer
al piso y esbozar un grito. Sonrió y para tranquilizarse supuso que el vecino
estaba colgando un cuadro, o colocando una repisa. Pero los golpes continuaban,
cada vez más intensos, cada vez más constantes. Ya no había forma de controlar su miedo que la
dominó completamente. Sin duda algo pasaba. ¡Un boquete! ¡Claro! ¡Un boquete lo
explicaba todo! ¡Querían tirar la pared y entrar a la casa! ¡Robar todas sus
cosas! ¿Quién sabe qué clase de hombres eran separados por ese cuadrilátero? ¡Quizás
tenían armas y estaban dispuestos a golpearla, o a violarla, o a matarla para
asegurarse que no vaya a hacer la denuncia a la policía!
Susana se alejó de la pared sin quitarle los ojos de encima, intentó
llamar por el celular a su marido pero atendía el contestador. Intentó otra vez,
y lo mismo. Intentó una vez más y tampoco pudo comunicarse. Sus ojos se
llenaron de lágrimas y rápidamente tomó las llaves para huir. Atravesó la
puerta, aquel último cuadrilátero rectangular y salió para encontrarse con una
vereda desierta. Corrió hasta la esquina gritando por ayuda con una voz
carrasposa por el miedo. Nadie salió a su encuentro. Se arrodilló y apoyó su
rostro en sus piernas y su llanto fue opacado por el volumen de los televisores
vecinos, como un susurro en el caos metropolitano.
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