“¡Qué estúpido soy!”
Un
reloj sobre la mesa de luz de mi habitación daba las cinco menos diez en
números rojos, rectos y entrecortados. Todo dormía a mi alrededor: las
cortinas, el televisor, el equipo de música, la computadora, la heladera (que
por pequeños lapsos de tiempo su motor despertaba como de una terrible
pesadilla). Todo Dormía abrigado por una extensa sábana de oscuridad.
“¡Qué estúpido soy!”
Mi
velador, aquel cíclope electrónico, mostraba su ojo resplandeciente abierto de
par en par iluminando una mesa, en la cual libros, hojas ralladas con apuntes
en tinta azul, manojos de fotocopias y distintos mapas apenas coloreados se
esparcían en la superficie. En una silla muy incómoda, frente a la mesa, estaba
yo, o tal vez solo mi cuerpo: unas manos estáticas a los lados que pendían de
unos brazos que colgaban de dos hombros vencidos, dos ojos venosos y cansados,
una espalda inclinada hacia los materiales de estudio, con la curvatura similar
a la parte flexible del velador que une la base con la lámpara.
“¡Qué estúpido soy!”
Acerqué
un libro con una mano, con movimientos perezosos y desganados. Intenté leer
pero lentamente las oraciones se transformaban en palabras sueltas, pronto las
palabras en letras y al cabo de un tiempo indeterminado, el libro contenía
columnas enteras de símbolos indescifrables que mi vista seguían de izquierda a
derecha, y de arriba hacia abajo de forma mecánica.
“¡Qué estúpido soy!”
Esa
frase continuaba resonando en mi cabeza. Recordé el momento de elegir la
carrera: “Licenciatura en geografía, porque en la primaria me gustaba calcar
mapas.” Una justificación un poco ridícula que al primer año no tardó mucho en
disolverse. Climas, limites, estadísticas, presiones, relieves, fenómenos
naturales, capitales, economía, influencias sociales entre otras cosas,
formaban dicha asignatura. Una vez promovidas algunas materias, la continuidad
del extenso camino hacia el título era cuestión de inercia. El problema era que
la energía cinética no mantiene a un cuerpo demasiado tiempo en movimiento, al
menos no durante cinco años. Intenté imaginar personas recibidas universitariamente
que eligieron una carrera por motivos triviales como el mío. Fue así que por mi
cabeza desfilaron científicos que de niños incomodaron a sus padres en “la edad
del por qué”, ingenieros que en su infancia jugaban con los ladrillos de construcción,
médicos que en la preadolescencia se encerraban de forma privada con sus primas
en alguna reunión familiar y abogados de se divertían subiendo a los autos de sus
padres y simulaban ser taxistas.
Entonces, mi vista se
detuvo. La página había terminado y absolutamente nada de lo leído había sido
captado por un cerebro que ya estaba durmiendo junto a toda la habitación y
soñaba, divagando por otros mundos. Con una mano limpié de forma muy violenta
una lagaña inexistente, la sensación de arena en mis párpados era producto del
cansancio. Fue cuando decidí descomprimir un poco, me recosté sobre la silla y
prendí un cigarrillo. Cada bocanada de humo, pasaba por la luz del velador
formando figuras familiares y por momentos exóticas. Al rato salí al balcón, la
ciudad comenzaba a despertar, unos pequeños rayos de luz dibujaban contornos en
los edificios vecinos. A lo lejos se escuchaban los motores de aquellos
colectivos madrugadores. Miré hacia la calle intrigado, no entraba en mi cabeza
la posibilidad de que el sol ilumine las calles de la ciudad y solo caminen por
la vereda cuatro o cinco personas. Miré hacia la vereda de en frente y vi a un
hombre mayor arrastrando los pies y silbando un tango que aún hoy tarareo
distraídamente e ignoro su letra y su título. Llevaba una gabardina color azul
eléctrico, el pelo gris peinado con gomina y un portafolio de cuero negro;
seguramente lo había comprado a un precio alto, pero los años se encargaron de
extinguir el porte elegante que en algún momento tuvo. El hombre dobló por la
esquina y siguió su camino atravesando la calle Seis.
Encendí otro cigarrillo
con las brasas de la colilla del que recién había terminado. Pensé en los
edificios vecinos, en la cantidad de pisos, en la cantidad de departamentos, en
la cantidad de personas y en las pocas personas que conocía. Me di cuenta que
la calle desierta era exactamente igual a la calle congestionada de gente:
caras sin rostros, hombros que chocan y siguen de largo sin siquiera mencionar
la palabra perdón. Miles de corazones solitarios duermen del otro lado de cada
ventana que miraba, pero uno está despierto recordando cuando el júbilo se
mezclaba con el sonrojado de las mejillas y la transpiración que brotaba por
los poros abrigados de lana en las tardes de invierno de aquel barrio en el
distrito de Morón, donde no hay edificios, sino casas bajas, pero existen
personas en las calles que se encuentran y se dan un abrazo y se quedan horas
hablando. Donde los chicos se juntan y juegan en algún descampado. Allí donde
deje la infancia y un desamor humillante y ultrajador, en busca de un
conocimiento abstracto y trivial.
*
Qué
tristeza emanaba de sus ojos. Esos ojos que simulaban dos aljibes donde la
oscuridad no permite ver a que profundidad está el agua, donde solo se puede distinguir
los pequeños destellos de los rayos del sol que golpean a lo lejos, simulando
pequeños espejos que flotan turbiamente sobre la superficie. En cambio, su
sonrisa era una bocanada de vida sobre cementerios. Al arquearse sus labios,
los corazones más desesperados y agonizantes, se llenaban de gozo y
despertaban, transformando sus sueños en ideales y provocando revoluciones
mágicas de amor y tolerancia. Seguramente lo que provocó mi fascinación hacia
su persona fue el contraste intensamente marcado de su fúnebre mirada y su
bautismal sonrisa. Con el tiempo pude descubrir en su rostro dos magníficos
portales temporales. En sus ojos se podía distinguir un túnel que se bifurcaba
en muchísimos pasadizos que por momentos se interconectaban llevando a la persona
que transitaba esos húmedos pasillos a un futuro lúgubre, donde todos los
caminos llevan, tarde o temprano, a un mismo punto de partida. Donde el
envejecimiento es precoz y la desesperación y las dudas se multiplican a medida
que transitamos caminos y comprendemos algunos caprichos que el destino nos
depara. Sin embargo, en su hermoso y blanco rostro, existía una gran puerta en
sus labios, un camino alternativo cuya forma de transitar los pasillos que
existen del otro lado son simples y confortantes, con amplios espacios abiertos
adornados por inmensos jardines con bellas flores de papel pintadas con
acuarelas de colores vívidos y pasteles. Esas sonrisas llevan al pasado, a una
infancia infinita de inocencia, de ignorancia de realidades lacrimógenas donde
los juegos pueden perdurar siempre y las risas no son momentos de distracción,
sino momentos de goce y de oxigenación al alma.
¿Cómo
Evitar enamorarme? De ninguna manera pude hacerlo. Ya desde muy jóvenes, Cuando
nos juntábamos toda la barra, ahí en la desértica intersección de Luis María
Campos y Arenales para jugar bajo los dorados rayos de aquel sol de otoño que
caía perpendicularmente sobre la calle de tierra, Pavimentada por hojas doradas
que crujían de una forma musical, dependiendo del ángulo y la fuerza que se le
aplicaba con el pie. Fue allí mismo que durante las escondidas mi refugio era
su sombra, y aunque veían mi cuerpo acurrucado y corría al árbol para
“picarme”, yo estaba muy bien refugiado, ocupando un espacio ficticio que me
apropié y nunca abandonaría.
Recuerdo
la tristeza que nos invadió cuando Luis María Campos comenzó a asfaltarse desde
Don Bosco hasta Arenales, y rápidamente se transformó en una de las calles
predilectas por los automovilistas. Fue entonces cuando la barra se disolvió.
Cada uno permanecía las tardes en sus casas frente al televisor y las novedosas
consolas de ocho Bits con las cuales podías distraerte, sin darte cuenta, por
horas y horas. A medida que crecíamos separados, éramos más y más distintos,
hasta el punto de que en los momentos de cruzarse a algún muchacho de aquella
barra que habíamos formado, solo una palabra de saludo podía salir de los
labios, sin frenar la marcha ni enfrentar miradas. Como si la distancia causara
vergüenza. Al poco tiempo, las chapas con numeración de Estero Bellaco, fueron
sustituidas por Horacio Julián, sin dejar rastro de su antiguo nombre. Por mi
parte, nada iba mejor. Mi peinado al costado y la formalidad del pelo corto,
desaparecieron. En cambio, una rebelión depuraba por mis poros junto a la
testosterona acumulada. Pelo largo y vellosidad facial, fueron solo los cambios
de imagen. Por otro lado, El Cigarrillo cuarenta y tres, dejo de ser un juego
(El favorito de ella) para transformarse en un hábito estúpido e inmaduro. El
saber de la existencia de otras personas y que no todo se basa en mi barrio, me
llevo al irresistible anhelo de cambiar el mundo. Así, tras haber chocado
fuertemente contra él, comencé a desarrollar el ejercicio de la lectura,
encontrando un hermosa forma de sentirme identificado al descubrir que
personajes de ficción sienten cosas similares a las mías. Lo único que seguía
intacto en mi vida era ese fanatismo por Ella, aunque al no verla tan seguido,
generaba una cierta reacción de displicencia.
Unos dos o tres
meses antes de terminar el polimodal, cuando mis padres habían alquilado un
departamento en La Plata para mí. Cerca de la facultad a la cual me había
anotado. La barra decidió realizar una despedida sorpresa. Entre a mi casa y al
prender la luz me encontré con todos los muchachos que me recibieron con gran
entusiasmo como si la distancia en todos esos años no hubiera existido, como si
a pesar de no estar todas las tardes juntos todos tuviéramos una vida en común.
Una fraternidad eterna que ni el tiempo, ni la distancia pudieran romper. Mi
vista empezó a buscarla. Quería saber si estaba entre esas personas que
formaban parte de mi vida y yo de las de ellos. La encontré detrás de mi
hermana, al lado de la heladera. Estaba más hermosa que nunca y el miedo de
perderla se apoderó de todo mi cuerpo. La noche paso entre anécdotas
infantiles, el viaje de cada uno a Bariloche y preguntas sobre los futuros
académicos. Como mi madre aún no sabía que fumaba, salí al patio y prendí un
cigarrillo en la oscuridad. El silencio y la soledad me perturbaron. Debía
acostumbrarme. Me marchaba a La Plata en unas semanas y ella seguiría en Morón.
Debía confesarle todo y luego marcharme con más pena que gloria.
Mientras
imaginaba formas de hablarle, Ella apareció ante mis ojos. Al verme encogió los
hombros, sonrió y con la mirada me dio a entender que estaba asombrada de verme
solo cuando dentro de la casa había una reunión en la cual yo era el
homenajeado. Mecánicamente me levanté rápido y sacudí las piernas de mi pantalón.
La miré a los Ojos, la abracé por la cintura y apoyé levemente mis labios sobre
los suyos. Lentamente, todo a mí alrededor comenzó a transformarse. Las
baldosas que pisaban mis pies, se transformó en tierra seca y firme, con
grietas por la falta de humedad. Crecieron árboles en derredor y aquel
escenario pasó a ser una imagen de ensueño, una imagen reminiscente la cual
sería incapaz de recordar, pero los sentimientos en mi alma eran remotamente conocidos.
Escuche risas de niños: Carcajadas, y risueños pícaros que mi alma reconocían.
Di media vuelta y mis ojos se llenaron de lágrimas al ver toda la barra reunida
jugando al Cigarrillo Cuarenta y Tres en esa calle de tierra con los cordones
llenos de basura, esa antigua Luis María Campos. Al besarla, había cruzado el
portal y mi espíritu rejuveneció. Todo era alegría, todo era amor en cada
rostro joven y sucio por la tierra. La mire a los ojos, y me di cuenta que ella
aún estaba ahí, con sus ojos tristes. Le propuse que venga conmigo, a caminar
juntos por el ayer, Ahora era un niño, y en mis labios había un portal abierto
de par en par.
Ella
acarició mi mejilla, y suavemente me explico que no tenía nada que hacer en el
pasado, que cada vez que tapó sus ojos entre los brazos sobre la pared para no
ver la realidad yo me acercaba lentamente y que al darse vuelta me quedaba
estático de vergüenza y no se deba cuenta de mis sentimientos. Ahora me había
movido, había mostrado un amor que no correspondía a sus sentimientos y, como
aquel juego que nuestros pasados estaban jugando, había perdido y tenía salir
de los límites de su vida. Le pedí que me deje sumergirme en su mirada, aquel
portal, para poder envejecer rápidamente y abandonar aquella falaz ilusión.
Todo había terminado, Y no podíamos volver a jugar nunca más, pues ya habíamos
crecido.
*
La
chicharra del despertador sonó, eran las nueve de la mañana. No tenía idea de
cuánto había fumado, pero la sensación de la garganta era horriblemente nueva
para mí. Guardé todo material de estudio en la mochila sin ordenarlos. Apagué
el velador, ya a esa hora su luz era inútil, el sol despertaba cada rincón
oscuro de mi departamento. Reí al darme cuenta que faltaban solo cuatro horas
para el examen y opté por faltar. Encendí el equipo de música y me puse a
escuchar un disco de Sui Generis mientras tomaba unos amargos. Canté un poco,
solo para recordad como era mi voz.
Pensé
seriamente en dejar los estudios, y volver a Morón. Un conocido me había dicho
que en los últimos diez años por fin la izquierda había mostrado capacidad, y
que el intendente llevaba tres mandatos consecutivos enriqueciendo el distrito
y generando cambios inmediatos tras un legado “Peronista” devastador y
corrupto. Sabía que ella aún vivía allí, Tal vez hayamos cambiado tanto que
seríamos dos personas diferente, dos desconocidos que merecen tener un primer
encuentro en una ciudad que lleva el nombre Morón, pero que también es distinta.
Todo había cambiado, y eso significaba que otra oportunidad se presentaba en mi
vida.
Tomé una ducha y me fui
por la calle caminando lentamente mientras fumaba un nuevo cigarrillo. Llegue a
la parada del 338, saque monedas de todos los tamaños y conté una y otra vez.
Sabía que La Costera demandaba muchas pero con llegar a siete pesos calculaba
que ya era suficiente.
Entonces
un auto freno a mi lado. Era Javier, un compañero de Facultad que me preguntaba
dónde iba, si me había olvidado del examen. Le expliqué que no me iba a
presentar, que tenía un compromiso impostergable en Morón. “¡Ah! Te entiendo,
una minita”. Acelero derrapando y se fue. Me quede pensando en sus palabras tan
efímeras y burdas pero tan profundas. Encendí otro cigarrillo, quizás el numero
cuarenta y tres desde la última vez que había dormido. Mire el reloj.
“¡Qué estúpido soy!”
Comencé
a correr. Tenía que ir a buscar mi libreta de notas al departamento y llegar a la
facultad en una hora para poder dar el examen.
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