Dos de abril. Día emblemático. Bajamos del
barco y por primera vez en mi vida pisé la Isla Soledad y juro que aquellas
playas frías eran fieles a su nombre. La tropa estaba animada, expectante. No
teníamos otra idea que recuperar un territorio geográficamente nuestro. Revancha
por una guerra perdida aunque todo lo que se veía allí era británico. Caminamos
para ingresar a la zona Urbana pero la ausencia de personas me causaba mucha
desconfianza. Tanto silencio y quietud me alarmaban. Quizás porque esperaba al
poner un pie en la Isla ver algún rostro impregnado de sorpresa y miedo, o
tirar algún tiro. Nunca en mi vida había disparado. Al igual que los demás,
Solo había golpeado alguna que otra vez en ciertas marchas de militancia cuando
quisieron peligrar el gobierno popular. Al grito de “Viva Néstor” o “Con la
democracia no se jode.” Miré mi fusil, indignado. Pero al pensar un poco me
dije: “Mejor que no disperé. Ni siquiera sé cómo se hace. No sé apuntar, no sé qué
tan fuerte será el impacto de un disparo sobre mi cuerpo. Soy demasiado
cerebral para disparar. Me quedaría pensando y pensando y demoraría tanto mi
disparo que es más probable que me maten a que yo mate un inglesito. Las armas
son para personas intelectualmente y moralmente pobre. Es –disparo o no- sin
pensar que hay un ser humano delante. Sin pensar en el perdón divino. ¿Será
fácil cargar esto? ¿Para qué son estas cosas de acá? ¿Estará puesto el seguro?
La puta madre, soy hombre muerto.”
-¡Dale
pibe! ¿Qué pasa? ¿Tenés miedo?- Gritó alguien. Me desperté de mis pensamientos
y estaba nuevamente en la soledad de la isla Soledad. Rezagado. Como a cincuenta
metros de la fila de la retaguardia del pelotón. No dije nada. Al trote, me fui
acercando al resto del grupo.
-
Dejalo, es un cagón. Este milita en La Cámpora.- dijo otra voz que no pude
identificar. Me molestó el comentario. Por ser fuerza militante nueva, siempre
fuimos criticados dentro y fuera del peronismo. Me uní a la última fila de
soldados. Todos militantes civiles. Asustados y cagados de frio. Delante de
todo estaban los verdaderos milicos para darnos valor.
-¡Dejame
de romper las bolas! ¡Toda la vida criticando a los milicos, y diciendo: “Las
Malvinas son argentinas” y ahora acá! Caminando con un arma, reclutado por las
fuerzas armadas. Para colmo llegamos y no hay nadie. Para mí nos están
esperando y nos van a hacer mierda.- me susurró un pibe que estaba a mi lado.
- No
saben. Ocupamos y esperamos fuerzas más preparadas por si vienen los ingleses.
- Para
mí saben. Sino, estarían boludeando por las playas y no hay nadie.
- Hace
frio, deben estar en las casas con calefacción.
-Bueno.
Imaginate que tenés razón. Ocupamos esta isla. ¿Qué mierda hacemos cuando
vengan?
- Vamos
a entrenar. Y acordate, nos dijeron que no van a venir.
-¿Ocupamos
las Islas y pensás que van a firmar un acuerdo diplomático? Estos no son giles.
Son ingleses. Una Islita de mierda que maneja su propia moneda y es más cara
que cualquier otra. La tienen clara. Le prometí a mi vieja que volvía. Va a ser
la primera vez que no le cumplo una promesa.
- Si no
volvemos, seremos héroes.
- Los
héroes no pierden, ni son anónimos. No seas boludo. Estoy cagado en las patas apenas
llego y vos querés hacerme creer que soy un héroe.
-Estamos
llegando. Guardemos silencio.
Ingresamos
a Puerto Argentino. Y el silencio que al principio nos resultaba algo normal,
se transformó en una amenaza.
-Volvamos.
Nos van a hacer mierda. – Dijo mi compañero al oído.
Yo estaba realmente asustado. Caminábamos por
las calles angostas y mirábamos las casas esperando una respuesta. Un disparo,
el ruido de un televisor, un nene mirando de algún balcón. Algo. Pero cuanto
más entrabamos, cuantas más altas eran las edificaciones. Mas silencio
encontrábamos.
Entonces,
un sonido seco nos atacó desde arriba. Era la persiana de un balcón que se
abría. Todos miramos y apuntamos en aquella dirección pero nadie disparó. Hoy
lo pienso y me sorprende por momentos. Uno al ser presa del miedo intenta
defenderse de cualquier modo, pero seguramente ninguno de nosotros sabía
disparar. Otros balcones acompañaron al primero y se abrieron. Nosotros nos
miramos sin entender nada. Hasta que de repente, una cascada de aceite caliente
cae de un balcón sobre algunos compañeros de la tropa que empezaron a gritar y
agonizar.
-
¡Hijos de puta! ¡Disparen!
Asustado, corrí a un callejón y fui
espectador de una batalla terrorífica. De todos los balcones caía aceite. Y el
pelotón, desfragmentado en grupitos, disparaban al aire. Uno se sacó la campera
mostrando una remera de Maradona y puteando. Otro lloraba, mirando sus manos
rojas y hundiéndolas en la nieve que se acumulaba en el cordón. Los verdaderos
milicos, los pocos que había, intentaban organizarnos pero el miedo no nos
permitía escuchar indicaciones. Alguien gritó: “Viva Perón, Néstor y
Argentina.” Mi cuerpo temblaba. Solo quería llorar pero no podía.
-¡Retirada!- gritó uno de los milicos y sin
mirar comencé a correr por donde veníamos. Corrí como nunca y mientras
intentaba respirar comenzaron a caer las lágrimas. Cuando encontré el silencio
me tiré al suelo y mis manos temblaban. No podía hacer otra cosa que mirarlas y
pensar como los ingleses nos echaron con aceite hirviendo, y lo irónica que es
la historia.
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